Por Marisol García
Pocos cantautores asociados a la Nueva Canción Chilena tuvieron la agudeza con la que Payo Grondona se acercó a las vicisitudes del chileno medio desde una plataforma construida con humor, solidaridad y sutil denuncia. Pero quizá ni él sospechaba entonces la firmeza que mantendría su diagnóstico décadas después de sus primeros latidos, cuando Chile recorría un trayecto que ha dejado de ser comparable en el grito épico de un “gran relato”, pero que no dista demasiado del actual, si se le analiza desde la perspectiva de, por ejemplo, una pareja que busca apurada un motel desocupado (como la de “Il Bosco”, uno de sus temas más conocidos) o una humilde víctima del transporte público de Santiago (ver recuadro).
Payo Grondona observa hoy a Chile desde la vida sencilla que desde hace un tiempo le regala la rutina doméstica de una casa en Concón. Acaso haya agudizado ese sarcasmo que a veces parece amarga resignación y, otras, dolido desencanto. Algo indefinible lo mantiene componiendo, grabando y mostrando su música, reunida de nuevo en “Cancionero político”, un disco que combina títulos de varias épocas (muchos, antes inéditos) que, no sin sorna, el músico describe en la carátula como “revolucionarios, comprometidos, paritarios, demagógicos, inclusivos y voluntaristas”, entre otras cosas.
Quizá su persistencia sea fruto de su respeto inoxidable hacia el formato de canción popular, aprendido de maestros como Violeta y Roberto Parra, o su mejor amigo uruguayo, Daniel Viglietti. O hasta puede ser su aversión visceral a la flojera, el mantra chileno que, según él, reside en el centro de nuestras grandes y pequeñas desgracias.
“Espero sentado en mi puerta que pase el cadáver de la flojera. No voy a estar en la cantinela del ‘nadie me comprende’, ‘los medios no me pescan’”, explica. “Nadie tiene por qué comprenderte ni pescarte. Ahora, si no te pescan: mal pa’ ellos; porque cuando te mueras van a tener que quemarse los ojos escuchando tus discos e intentando describir en un obituario qué cresta cantaba este tipo. Mi abuelita decía que ‘el flojo trabaja doble’”.
Por eso, Gonzalo Grondona (Playa Ancha, 1945) ya no se apura, ni menos ansía lo que por trayectoria y talento probablemente merecería con creces. El compositor de “La Nelly y el Nelson”, “La muerte de mi hermano” y “La conversada” sigue prefiriendo que lo llamen, simplemente, “un compositor de canciones; o sea, un cancionero”.
“Aquí escuchas grupos que se atribuyen tener ‘una trayectoria de cinco años’. ¡Cinco años! Y está lleno de padres, de inventores, de... toda esa cosa fundacional que acá les fascina, y que por mucho que cada tanto tiempo salga con un ‘nuevo estilo’, hace que todos terminen como Luis Dimas. Si el que hace pan es panadero, entonces yo soy un cancionero. Y no soy un creador compulsivo, ni mucho menos. En toda mi vida he compuesto unas 120 canciones, no más”.
–No tantas.
–Una cagada.
–¿Alguna explicación para eso?
–Soy muy exigente. Y soy muy lento. Creo que una canción debe estar resuelta. Tiene que tener una historia antes y una historia después, porque tú cuentas una parte, no todo. Ése es mi juego. Y por eso no soy de esos autores que tienen 500 canciones y te dicen “ésa la hice en diez minutos”. Mira, yo tengo claro lo que puedo hacer, sé hasta dónde llego. Mi parábola de los talentos está resuelta hace muchos años. Entonces me demoro en tener resuelto lo que busco, pero al menos no estoy en esa de “arreglar la carga en el camino”.
–Leer sobre ti es encontrar casi infinitos adjetivos. De partida, eso de ser representante del “folclore urbano”.
–Es que cuando partí se decía que el único folclore era el rural. Y entonces qué iba a hacer yo de folclorista, cantándole al arroyito y la manta de tres colores, viviendo en Playa Ancha y vistiéndome de terno con corbata. Los que estábamos en ésa pensábamos que, para que el país se parase en dos pies, tenía que existir el folclore urbano. Ya ves que el tiempo terminó consagrándolo.
–Del mismo modo, tu tipo de canto político no tiene casi nada que ver con la épica de contemporáneos tuyos.
–O sea, yo canté “Il Bosco” en el Festival de la Nueva Canción Chilena, el año ’70, cuando el Víctor [Jara] cantaba “El alma llena de banderas”. Imagínate: cabrito, con banyo, cantando sobre un par de huevones calientes que terminan yéndose a atracar al parque. O sea, cero puñito pegado al techo. Cero pólvora. Pero mi mensaje era el siguiente: okey, estamos planeando la revolución, en la protesta universitaria, estamos en todo este cambio, pero también estamos viviendo.
–La canción más nueva del disco es “A quién le importa”. Es un diagnóstico gracioso pero feroz. ¿En qué pensabas al componerla?
–Está ese mito de que el Payo Grondona tiene canciones light, en las que no pasa nada, que no se moja el poto... Bueno, ahí está esa canción. Porque en un país donde lo importante es lo que dijo la Marlene, ¿a quién le importa que yo haya participado en la posibilidad electiva y mantenimiento del exilio [irónico], y de financiar cosas acá cantando afuera; paseándome por todo el mundo y aburriéndome; con pasaporte de la RDA por el que me miraban como un paria. Pero como tengo cara de caballero y apellido raro, pasaba colado.
–El tuyo ha sido siempre un escepticismo disfrazado de sarcasmo. ¿Lo aprendiste temprano en la vida? ¿Nunca cantaste desde una mayor ingenuidad, por ejemplo?
–Es que yo soy ingenuo. Me he puesto la camiseta, el suéter, el abrigo... me lo he puesto todo. Uno es ingenuo siempre, porque uno confía en que las cosas van a salir bien, y que esto que estamos hablando se va a entender, y que mi disco de algo va a servir para emocionar a alguien. A uno le han dicho upeliento, antipinochetista, pequeño burgués. Yo voy más pa’ trás: yo soy un simple y vulgar intelectual de izquierda. Y a mucha honra, aunque lo que se usa ahora es ser “republicano, liberal, progresista, liberal demócrata”. ¿Y por qué no ser más natural y declararse un intelectual de izquierda? Yo prefiero ser cajón de sastre, donde cabe mucho, antes que ser un ataúd. LCD
Los esperadores de micro
Además del inequívoco pulso urbano que aviva muchas de sus composiciones, Payo Grondona regaló en varias de sus más conocidas canciones agudas menciones en torno a la rutina de sube y baja de las micros capitalinas. Mucho antes del Transantiago, el cantautor invitaba en “Sindicato de esperadores de micro” a soñar con un sistema de transporte público en el que, “por cada dos paraderos habrá baños y buffet / todos tendrán su carnet de socio esperador (…) / Al socio, por reglamento, no le darán apretones / ni tampoco empujones los otros pasajeros (…) / Y no le podrán decir: ya pues córrase al pasillo / ya pues, pague con sencillo; ya pues, suelte los quinientos”.
“Volvemos a lo de la flojera. Si la micro pasa a cuatro cuadras de tu casa, ¿qué te cuesta caminar? Si te acostumbraste a que la micro parara apenas le hacías una seña desde la puerta de tu casa, pues habrá que cambiar el rito. El chileno, que antes pagaba todo al contado, hoy es feliz pagando en cuotas. Pero en las micros no podís pagar en cuotas eso de viajar parado”.
Y sigue:
“El que tiene que caminar cuadras para tomar la micro es el mismo gil que debe cuatro sueldos en la multitienda. Es el mismo gil del que ahora dicen que se le está dañando ‘su calidad de vida’, pero que a nadie le interesa que no lea, que viva comprando cosas que no necesita. Ahora todo está mal porque a ese chileno se le pasa la micro, pero no está mal que le pegue a la señora, que no cumpla en el trabajo, que compre casetes piratas y no sepa ni quién es García Márquez, pero se gaste 40 lucas en ir a ver al Marco Antonio no sé cuantito. Es desproporcionado. ¿Cómo tú puedes reducir los problemas de idiosincrasia nacional a una micro más o una micro menos?”.
–La pregunta del millón, ¿es ese chileno endeudado, flojo y bueno para quejarse culpable de su propia desidia y arribismo, o una víctima de décadas de maltrato y desigualdades en la sociedad que le tocó?
–Todas las anteriores.
Pocos cantautores asociados a la Nueva Canción Chilena tuvieron la agudeza con la que Payo Grondona se acercó a las vicisitudes del chileno medio desde una plataforma construida con humor, solidaridad y sutil denuncia. Pero quizá ni él sospechaba entonces la firmeza que mantendría su diagnóstico décadas después de sus primeros latidos, cuando Chile recorría un trayecto que ha dejado de ser comparable en el grito épico de un “gran relato”, pero que no dista demasiado del actual, si se le analiza desde la perspectiva de, por ejemplo, una pareja que busca apurada un motel desocupado (como la de “Il Bosco”, uno de sus temas más conocidos) o una humilde víctima del transporte público de Santiago (ver recuadro).
Payo Grondona observa hoy a Chile desde la vida sencilla que desde hace un tiempo le regala la rutina doméstica de una casa en Concón. Acaso haya agudizado ese sarcasmo que a veces parece amarga resignación y, otras, dolido desencanto. Algo indefinible lo mantiene componiendo, grabando y mostrando su música, reunida de nuevo en “Cancionero político”, un disco que combina títulos de varias épocas (muchos, antes inéditos) que, no sin sorna, el músico describe en la carátula como “revolucionarios, comprometidos, paritarios, demagógicos, inclusivos y voluntaristas”, entre otras cosas.
Quizá su persistencia sea fruto de su respeto inoxidable hacia el formato de canción popular, aprendido de maestros como Violeta y Roberto Parra, o su mejor amigo uruguayo, Daniel Viglietti. O hasta puede ser su aversión visceral a la flojera, el mantra chileno que, según él, reside en el centro de nuestras grandes y pequeñas desgracias.
“Espero sentado en mi puerta que pase el cadáver de la flojera. No voy a estar en la cantinela del ‘nadie me comprende’, ‘los medios no me pescan’”, explica. “Nadie tiene por qué comprenderte ni pescarte. Ahora, si no te pescan: mal pa’ ellos; porque cuando te mueras van a tener que quemarse los ojos escuchando tus discos e intentando describir en un obituario qué cresta cantaba este tipo. Mi abuelita decía que ‘el flojo trabaja doble’”.
Por eso, Gonzalo Grondona (Playa Ancha, 1945) ya no se apura, ni menos ansía lo que por trayectoria y talento probablemente merecería con creces. El compositor de “La Nelly y el Nelson”, “La muerte de mi hermano” y “La conversada” sigue prefiriendo que lo llamen, simplemente, “un compositor de canciones; o sea, un cancionero”.
“Aquí escuchas grupos que se atribuyen tener ‘una trayectoria de cinco años’. ¡Cinco años! Y está lleno de padres, de inventores, de... toda esa cosa fundacional que acá les fascina, y que por mucho que cada tanto tiempo salga con un ‘nuevo estilo’, hace que todos terminen como Luis Dimas. Si el que hace pan es panadero, entonces yo soy un cancionero. Y no soy un creador compulsivo, ni mucho menos. En toda mi vida he compuesto unas 120 canciones, no más”.
–No tantas.
–Una cagada.
–¿Alguna explicación para eso?
–Soy muy exigente. Y soy muy lento. Creo que una canción debe estar resuelta. Tiene que tener una historia antes y una historia después, porque tú cuentas una parte, no todo. Ése es mi juego. Y por eso no soy de esos autores que tienen 500 canciones y te dicen “ésa la hice en diez minutos”. Mira, yo tengo claro lo que puedo hacer, sé hasta dónde llego. Mi parábola de los talentos está resuelta hace muchos años. Entonces me demoro en tener resuelto lo que busco, pero al menos no estoy en esa de “arreglar la carga en el camino”.
–Leer sobre ti es encontrar casi infinitos adjetivos. De partida, eso de ser representante del “folclore urbano”.
–Es que cuando partí se decía que el único folclore era el rural. Y entonces qué iba a hacer yo de folclorista, cantándole al arroyito y la manta de tres colores, viviendo en Playa Ancha y vistiéndome de terno con corbata. Los que estábamos en ésa pensábamos que, para que el país se parase en dos pies, tenía que existir el folclore urbano. Ya ves que el tiempo terminó consagrándolo.
–Del mismo modo, tu tipo de canto político no tiene casi nada que ver con la épica de contemporáneos tuyos.
–O sea, yo canté “Il Bosco” en el Festival de la Nueva Canción Chilena, el año ’70, cuando el Víctor [Jara] cantaba “El alma llena de banderas”. Imagínate: cabrito, con banyo, cantando sobre un par de huevones calientes que terminan yéndose a atracar al parque. O sea, cero puñito pegado al techo. Cero pólvora. Pero mi mensaje era el siguiente: okey, estamos planeando la revolución, en la protesta universitaria, estamos en todo este cambio, pero también estamos viviendo.
–La canción más nueva del disco es “A quién le importa”. Es un diagnóstico gracioso pero feroz. ¿En qué pensabas al componerla?
–Está ese mito de que el Payo Grondona tiene canciones light, en las que no pasa nada, que no se moja el poto... Bueno, ahí está esa canción. Porque en un país donde lo importante es lo que dijo la Marlene, ¿a quién le importa que yo haya participado en la posibilidad electiva y mantenimiento del exilio [irónico], y de financiar cosas acá cantando afuera; paseándome por todo el mundo y aburriéndome; con pasaporte de la RDA por el que me miraban como un paria. Pero como tengo cara de caballero y apellido raro, pasaba colado.
–El tuyo ha sido siempre un escepticismo disfrazado de sarcasmo. ¿Lo aprendiste temprano en la vida? ¿Nunca cantaste desde una mayor ingenuidad, por ejemplo?
–Es que yo soy ingenuo. Me he puesto la camiseta, el suéter, el abrigo... me lo he puesto todo. Uno es ingenuo siempre, porque uno confía en que las cosas van a salir bien, y que esto que estamos hablando se va a entender, y que mi disco de algo va a servir para emocionar a alguien. A uno le han dicho upeliento, antipinochetista, pequeño burgués. Yo voy más pa’ trás: yo soy un simple y vulgar intelectual de izquierda. Y a mucha honra, aunque lo que se usa ahora es ser “republicano, liberal, progresista, liberal demócrata”. ¿Y por qué no ser más natural y declararse un intelectual de izquierda? Yo prefiero ser cajón de sastre, donde cabe mucho, antes que ser un ataúd. LCD
Los esperadores de micro
Además del inequívoco pulso urbano que aviva muchas de sus composiciones, Payo Grondona regaló en varias de sus más conocidas canciones agudas menciones en torno a la rutina de sube y baja de las micros capitalinas. Mucho antes del Transantiago, el cantautor invitaba en “Sindicato de esperadores de micro” a soñar con un sistema de transporte público en el que, “por cada dos paraderos habrá baños y buffet / todos tendrán su carnet de socio esperador (…) / Al socio, por reglamento, no le darán apretones / ni tampoco empujones los otros pasajeros (…) / Y no le podrán decir: ya pues córrase al pasillo / ya pues, pague con sencillo; ya pues, suelte los quinientos”.
“Volvemos a lo de la flojera. Si la micro pasa a cuatro cuadras de tu casa, ¿qué te cuesta caminar? Si te acostumbraste a que la micro parara apenas le hacías una seña desde la puerta de tu casa, pues habrá que cambiar el rito. El chileno, que antes pagaba todo al contado, hoy es feliz pagando en cuotas. Pero en las micros no podís pagar en cuotas eso de viajar parado”.
Y sigue:
“El que tiene que caminar cuadras para tomar la micro es el mismo gil que debe cuatro sueldos en la multitienda. Es el mismo gil del que ahora dicen que se le está dañando ‘su calidad de vida’, pero que a nadie le interesa que no lea, que viva comprando cosas que no necesita. Ahora todo está mal porque a ese chileno se le pasa la micro, pero no está mal que le pegue a la señora, que no cumpla en el trabajo, que compre casetes piratas y no sepa ni quién es García Márquez, pero se gaste 40 lucas en ir a ver al Marco Antonio no sé cuantito. Es desproporcionado. ¿Cómo tú puedes reducir los problemas de idiosincrasia nacional a una micro más o una micro menos?”.
–La pregunta del millón, ¿es ese chileno endeudado, flojo y bueno para quejarse culpable de su propia desidia y arribismo, o una víctima de décadas de maltrato y desigualdades en la sociedad que le tocó?
–Todas las anteriores.
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